Magistrado del Poder Judicial del Estado de México

 

El proceso de adopción es un acto profundamente humano y legal, dividido en dos etapas esenciales. La primera consiste en la entrega del menor por parte de los padres biológicos, quienes deben ceder la patria potestad mediante un procedimiento judicial. En esta etapa, el juez tiene la obligación de verificar que la decisión sea libre y voluntaria, garantizando que los progenitores no se encuentren coaccionados ni vinculados a incentivos económicos. Este enfoque respeta plenamente la libre determinación de la personalidad, sin cuestionar las razones detrás de esta decisión.

Posteriormente, se lleva a cabo el proceso formal de adopción, en el cual se deben cumplir los requisitos establecidos por la legislación estatal correspondiente. Durante mi experiencia como juez de adopciones en Metepec, Estado de México, durante más de tres años, fui testigo de numerosas historias que reflejan el poder transformador de la adopción. En la primera etapa, era común observar que algunos niños llegaban en condiciones de descuido, a veces con signos de delgadez extrema. Sin embargo, tras apenas 15 días integrados en una familia adoptiva amorosa, el cambio era notable. Puedo dar testimonio de que, en muchas ocasiones, los niños incluso adquirían una semejanza física con sus padres adoptivos, un fenómeno que atribuyo al vínculo emocional y la dedicación que se desarrolla en el entorno familiar.

Más allá de los procedimientos legales, la adopción es mucho más que un trámite jurídico: es un puente entre la adversidad y la esperanza, entre la incertidumbre y la estabilidad, entre el dolor y el amor. Un hogar no es solo un lugar donde dormir, sino el espacio donde se forma el carácter, donde los valores se transmiten de generación en generación y donde los niños aprenden a confiar, a soñar, a dar y recibir cariño.

Si la adopción en infantes bebés es complicada, la adopción de adolescentes y personas con discapacidad enfrenta desafíos todavía mayores. Según un informe de UNICEF, aproximadamente 240 millones de niños en el mundo tienen alguna discapacidad. Sin embargo, estos menores suelen enfrentar mayores barreras para ser adoptados, debido a prejuicios sociales, falta de recursos adecuados y una percepción generalizada de que representan un desafío mayor para las familias adoptantes. La mayoría de las adopciones se concentran en niños menores de cinco años, dejando a los adolescentes en un estado de vulnerabilidad prolongada. En Francia, por ejemplo, de las 421 adopciones internacionales registradas en 2019, 298 correspondieron a niños con necesidades especiales, lo que representa un avance en la inclusión, pero que sigue siendo insuficiente.

En México, esta tendencia se refleja claramente. Según la Fundación UNNIDO México, hay alrededor de 35 mil niñas y niños en el país que carecen de un entorno familiar, muchos de ellos en edades mayores a los 10 años y aunque no eligieron la violencia, el abuso o el abandono, son ellos quienes enfrentan las consecuencias de esas circunstancias.

Frente a estos retos, debemos cuestionarnos como sociedad: ¿estamos listos para mirar más allá de nuestras preferencias y abrir nuestros corazones a los niños mayores o con discapacidad? Estos menores también esperan, sueñan y desean un lugar al que puedan llamar hogar. Aunque es extraordinaria, la adopción no es un proceso fácil ni inmediato. Los menores en condición de adopción, en su mayoría, han vivido momentos difíciles, pero no por ello dejan de ser merecedores de amor, cuidado y una familia que los reciba con los brazos abiertos.

El Estado tiene un deber insoslayable: garantizar que todo menor en situación de abandono tenga acceso a una familia idónea. Esto no significa apresurar el proceso ni tomar decisiones a la ligera. Significa ser rigurosos en la evaluación de las familias solicitantes, asegurarnos de que están preparadas para enfrentar los desafíos que vienen con la adopción y ofrecerles el apoyo necesario durante el proceso.

Pero también es imprescindible trabajar en la transformación de nuestra mentalidad como sociedad. Persisten prejuicios sobre la adopción de niños mayores o con discapacidad, ideas erróneas que los ven como “problemáticos” o difíciles de integrar. Sin embargo, la realidad es que cada niño tiene un corazón capaz de amar, aprender y sanar, y cada familia que elige adoptar más allá de sus expectativas iniciales enriquece su vida de formas que jamás imaginó.

Un llamado a la acción

He sido testigo de innumerables historias de éxito: niños que llegaron con miedo y desconfianza y que, gracias al amor y la paciencia de una familia adoptiva, florecieron. Niños que encontraron en el calor de un hogar la fuerza para superar su pasado y abrazar su futuro.

Sin embargo, la adopción no es una responsabilidad exclusiva del sistema judicial ni de las instituciones. Requiere un esfuerzo colectivo que involucre a comunidades, ciudadanos y familias dispuestas a ser valientes, a ir más allá de sus preferencias y a dar amor sin condiciones. Necesitamos una sociedad que celebre y apoye a quienes eligen adoptar, que reconozca su valentía y los valore como los héroes que son.

Porque al final del día, la medida de nuestra humanidad no está en lo que hacemos por nosotros mismos, sino en lo que hacemos por aquellos que más nos necesitan. Abramos nuestras puertas y nuestros corazones a los niños que necesitan una familia. Cuando damos a un niño un hogar, no solo transformamos su vida; transformamos el futuro de todos nosotros.

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